Los muros no sólo son revestidos con pinturas, sino también con escritura. Comienza una curiosa pasión por la escritura, una pasión que muy pronto no tendrá reparos ante nada, que finalmente no se contenta con cubrir muros, columnas y puertas con textos sagrados, sino que hasta cubre las estatuas con inscripciones. Existen estatuas de tiempos posteriores, en las que sólo la cabeza está exenta de jeroglíficos. Es como si el egipcio estuviese poseído. ¿Qué es lo que tenemos aquí?
El egipcio aún no vivenciaba la escritura como un simple comunicado de cualquier contenido en signos abstractos. Escribir era para él una actividad que superaba todo lo que, hasta ese momento, se sabía y se solía hacer. El escritor sentía que se hallaba en un rango muy superior al del artista. ¡Se sentía superior a aquellos artistas! Uno puede llegar a intuir lo que embargaba al egipcio cuando experimentaba la escritura, cuando mira la "Estatua del Escritor" que se encuentra en el Louvre, en París. El ser humano allí acuclillado, se inclina sobre el papiro que tiene sobre sus piernas cruzadas, dibujando los símbolos sagrados de la escritura, la mirada perdida en un vasto infinito, y un sobrenatural resplandor irradia sobre su semblante. Al escribir, la mirada se dirige hacia una maravillosa y brillante lejanía. Porque escribir es casi como hablar, una acción que implica la "palabra"; se trata de un hablar que, por cierto, no se hace audible por sus expresión inmediata, sino a través de los signos que se articulan en forma de runas.
Gottfried Richter, Ideas sobre Historia del Arte, Antroposofía, 2007.