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"Noa Noa" de Gauguin

En este ida y vuelta entre las escrituras y las imágenes otra de las formas que adopta el ut pictura poesis es de los pintores asumiendo la pluma -y no los pinceles- como herramienta de trabajo. A veces para poner por escrito su propias teorías, a veces para dejar un registro de sus experimentaciones y sus búsquedas, o incluso de su recorrido biográfico vinculado al arte pictórico. Desde el "Tratado de la pintura" de Da Vinci, pasando por los "Discursos" de Reynolds, de las "Cartas a Théo" de Van Gogh a "Punto y línea sobre el plano" de Kandinsky, la escritura en manos de los pintores ha servido para conceptualizar de manera pormenorizada el hacer pictórico y el lugar del artista. Uno de los registros vinculados con las experiencias personales, el "Noa Noa" de Paul Gauguin, refiere sus vivencias en la Polinesia francesa, tironeado de algún modo por dos culturas muy diferentes.  


Traté de trabajar: apuntes y croquis de todas clases.
Pero el paisaje, con sus colores francos, violentos, me deslumbraba, me cegaba.
Estaba siempre en duda, y buscaba, buscaba...
¡Era tan simple, sin embargo, pintar lo que veía; poner, sin más cálculos, un rojo al lado de un verde! En las playas, al borde del mar, me encantaban las formas doradas; ¿por qué dudaba yo en hacer que fluyese en mi tela toda esta alegría soleada?
¡Ah, viejas rutinas de Europa! ¡Timideces de expresión propias de razas degeneradas!
Para iniciarme en el carácter, tan particular, del rostro tahitiano, deseaba desde hacía un tiempo hacer el retrato de una de mis vecinas, una joven de pura ascendencia tahitiana.
Un día se atrevió a venir hasta mi choza para ver las reproducciones de cuadros con las que había tapizado una de las paredes de mi cuarto. Miró durante largo rato, con un interés muy especial, La Olympia.
-¿Qué te parece? -le pregunté. (Había aprendido algunas palabras tahitianas, después de no hablar francés desde hacía dos meses).
Mi vecina me respondió:
-Es muy hermosa.
Esta reflexión me hizo sonreír y me emocionó. ¿Tenía ella entonces el sentido de lo bello? ¡Pero qué dirían de ella los profesores de la Escuela de Bellas Artes!
Y agregó, rápidamente, luego de ese silencio que preside a la deducción del pensamiento:
-¿Es tu mujer?
-Sí.
¡Yo dije esta mentira! ¡Ser yo el tané de la bella Olympia!
Mientras ella examinaba cuidadosamente algunas pinturas religiosas de los Primitivos italianos, me apresuré, sin que ella me viese, a esbozar su retrato.
Ella se dio cuenta, hizo una mueca de enojo, y dijo terminantemente:
-Aïta, (no).
Y se escapó.
Una hora después había vuelto; se había puesto un bello vestido, y aros en las orejas. ¿Coquetería? ¿El placer de ceder, por voluntad propia, después de haber resistido? ¿O la simple atracción -universal- del fruto prohibido, aunque uno mismo se lo haya prohibido? ¿O, más sencillo todavía, el capricho a que las Maorís están tan acostumbradas?
Me puse a trabajar sin pérdida de tiempo, febrilmente. Era consciente de que mi examen de pintor, implicaba una toma de posesión, física y moral, del modelo, así como una solicitud tácita, urgente, irresistible. 
Era, según nuestras reglas estéticas, poco bonita.
Era bella.
Todos sus rasgos concertaban una armonía rafaélica, por el encuentro de las curvas, y su boca había sido modelada por un escultor que sabe poner en una sola línea en movimiento, toda la alegría y todo el sufrimiento mezclados. 
Trabajaba con rapidez, sospechando, con razón, que esta voluntad no era segura, con rapidez y apasionamiento. Me estremecía al leer, en aquellos ojos, tantas cosas: el miedo y el deseo de lo desconocido, la melancolía de la amargura experimentada, que se halla en el fondo del placer; y el sentimiento del dominio de sí, involuntario y soberano. Tales seres, cuando se entregan, parecen ceder a nuestro ruego, pero en realidad ceden tan sólo a su propia voluntad. En ellos reside una fuerza contenida, sobrehumana, o, quizás, una esencia divinamente animal. 

Paul Gauguin

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