Según un principio de la filosofía idealista, que recoge E. M. Forster:
«Una obra de arte... es un producto único. Pero, ¿por qué? No lo es por el hecho de ser ingeniosa, noble, bella, ilustrada, original, sincera, idealista, útil o instructiva: cualquiera de estas cualidades puede estar presente en ella, pero la obra de arte se distingue por ser el único objeto material del universo capaz de poseer una armonía interna. A todos los otros objetos la forma les ha sido impuesta desde fuera y al quitarles el molde se derrumban. Únicamente la obra de arte se mantiene por sí sola. Logra realizar lo que la sociedad ha prometido muchas veces, pero siempre en vano. La antigua Atenas se derrumbó, pero Antígona sigue en pie. La Roma renacentista se derrumbó, pero el techo de la Sixtina se terminó de pintar. Los reinados de Jaime I y de Luis XIV se derrumbaron, pero se produjeron Macbeth y Phédre.»
De modo que si lo que os interesa en una obra de arte es el hecho de que sea algo único, si una posible comparación entre un poema y un cuadro no os interesa tanto por lo que ambos tienen en común como por lo que distingue a uno de otro y hace de cada uno algo aparte, si no os interesan las fuentes, sino el producto final, entonces el tema de este libro os parecerá académico e, incluso, superfluo.
Por otra parte, tanto ha arraigado desde la remota antigüedad la idea de la hermandad de las artes en la mente de los hombres, que en ella debe de haber algo más profundo que una especulación ociosa, algo obsesivo que, como todos los problemas relativos a los orígenes, se niega a ser descartado con ligereza. Como si los hombres pensaran que, al indagar esas misteriosas relaciones entre las diferentes artes, pudiesen acercarse más a la raíz del fenómeno de la inspiración artística.
En realidad, aunque de hecho no efectivamente desde la época prehistórica (porque los paleólogos han mostrado que los primeros signos que trazaron los hombres sobre superficies rocosas fueron abstractos), con seguridad desde los albores de la civilización a la que hasta hace poco estábamos orgullosos de pertenecer (hasta que alguien empezó a predicar que el arte debe ser «bruto», debe obedecer sólo a los propios impulsos y desligarse de cualquier tradición), desde esa época remota hasta ayer ha existido una mutua comprensión y una correspondencia entre la pintura y la poesía. Las ideas se expresaban mediante figuras no sólo en los jeroglíficos egipcios, sino también a todo lo largo de una extensa y rica tradición simbólica, parte de la cual encontramos brillantemente ilustrada en el libro de Edgar Wind Pagan Mysteries in the Renaissance.
La esfinge no fue sólo un animal fantástico: para los antiguos poseía también un significado que Pico della Mirandola ha explicado así: «doversi le cose divine sotto enigmatici velamentí e poética dissimulazione coprire» («las cosas divinas deben ocultarse tras el velo del enigma y el embozo de la poesía»). Al igual que las palabras adoptan significados distintos y a veces aparentemente contrapuestos, también las figuras simbólicas se comportaban de esa manera; así pues, la esfinge podía ser la expresión de una ignorancia culpable e insensata. Entre los pliegues del manto que cubre el regazo de la Virgen en la Piedad de Miguel Ángel nos parece reconocer la forma de una calavera: ¿se trata de una coincidencia fortuita o nos encontramos con una alusión deliberada, o subconsciente, de ese artista en quien, como escribió Vasari, «nunca surgió un pensamiento que no llevara la marca de la muerte»? Las technopaignia de los alejandrinos— y de los poetas del siglo XVIII que volvieron a ponerlas de moda— intentaban ingenuamente sugerir objetos (un hacha, un altar, un par de alas) mediante una configuración de versos de diferente longitud —algo parecido intentaron los calligrammes de Apollinaire—, pero la historia de la literatura nos ofrece sugerencias pictóricas mucho más interesantes.
MARIO PRAZ. Mnemosyne. El paralelismo entre la literatura y las artes visuales. Taurus, 1979, p. 9-10.