La escritura, por ejemplo, no puede oponerse a las imágenes porque nace en el seno de las propias artes visuales, como un desarrollo intelectual de la iconografía. En algún momento, dos mil años antes de Cristo, alguna civilización tuvo la idea de "rasgar" las imágenes (con el propósito de abrir la visión de los procesos invisibles que ocurren en su interior), así como también desmembrar cada una de sus partes en unidades distintas, para reutilizarlas como signos en otros contextos y en un sentido más general (Flusser, 1985, 15). El desgarramiento de las imágenes permitió descomponerlas en líneas secuenciales (nacía así el proceso de linealización de la escritura), mientras que el desmembramiento de sus partes posibilitaba la comprensión de cada elemento de la imagen (pictograma) como un concepto. De este modo, la boca de un hombre, separada de su contexto concreto, designaba cualquier otra boca, sea de hombre o de cualquier otro animal, y de esta forma se transformaba en un concepto tan universal como la palabra (hasta entonces oral) "boca". En otros términos, era posible así "escribir" (registrar) en concepto "boca". Con la evolución y la velocidad de la escritura, esa "boca" pasó a ser representada de manera cada vez más estilizada, hasta el punto de volverse apenas un cuadrilátero vacío, como todavía hoy se hace en la escritura kanji oriental (el ideograma chino kou).
Arlindo Machado. El paisaje mediático. Sobre el desafío de las poéticas tecnológicas. Libros del Rojas, 2000, pp. 10-11.