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“Ultra-futurismo”: la parodia como operación de retaguardia

por Sebastián Bianchi

Los distintos eventos que se sucedieron durante el convulsionado año 1924 en el campo de las artes visuales porteñas colaboraron en la elaboración de una nueva poética, la cual, vista en retrospectiva, permite situar allí un mojón temporal que funcione al modo de brecha –un antes y un después para la plástica nacional– y, además, entrever la identificación de un momento de fundación (Verón, 1987) en el cual la muestra de Pettoruti en Witcomb constituye una de las tres o cuatro manifestaciones de la emergencia de una pintura vanguardista en nuestro país. Sumadas a ella, las muestras de Curatela Manes y Xul Solar, la publicación del periódico Martín Fierro y la inauguración de Amigos del Arte, todas conforman la nueva plataforma del arte moderno, al tiempo que sitúan estos eventos como una lucha por validar un nuevo “espacio plástico”, entendido en términos de Francastel (1984). Al respecto, la resistencia llevada a cabo por los sectores más conservadores tomó, en esa oportunidad, la forma de una exposición en clave paródica. Mediante el pastiche satírico de las obras cubo-futuristas y de una estrategia publicitaria que adopta el recurso del humorismo batallador, las rémoras del impresionismo y del academicismo pictórico montan su campaña de desprestigio como una forma de resistencia del arte antiguo frente a la incipiente modernidad en las artes. Las páginas que siguen intentarán dar cuenta –a partir de una serie de críticas y reseñas de época– de esta puja por el control del campo del arte y por la consiguiente legitimación de un novedoso hacer para la pintura, encarnada en este caso mediante dos operaciones discursivas propias de la vanguardia, pero que aparecen operando aquí en tanto estrategias enunciativas de una resistencia académica.

La mañana del 27 de noviembre de 1924 “la ciudad de Buenos Aires amanecía extrañada en la calle Florida” (Wechsler, 1998, p. 127). Ese día la galería Van Riel presentaba al público una muestra rimbombante, promocionada días atrás en la prensa local, que prometía capitalizar los escándalos ya mediatizados por la expo de Pettoruti en Witcomb. Pensaron, para tal fin, en un nombre con resonancias propias: “Primer Salón Nacional de Arte ultra-futurista”. Y utilizaron las páginas de la revista Atlántida para convocar a un público masivo a “una experiencia artística diferente” (1998, p. 127). Una ilustración de Jorge Larco en la portada del semanario anticipaba el espíritu de la propuesta. Además de algunas reproducciones de lo que se vería expuesto, una bajada sindicaba a la muestra como auspiciada por la “Asociación Argentina ‘Pro buen humor’: La Chacota”. Ya desde estos pocos indicios se dejaba entrever el cariz paródico, en clave satírica, propiciado por la exposición. En un artículo publicado a la semana siguiente, en el mismo medio, decían: “La exposición ‘ultra-futurista’ que se realiza en el salón Van Riel, tiene un doble carácter pues a la vez que serio es bromista, es decir que algunos de los concurrentes han entendido que era una simple exposición humorista y otros, los menos, que se necesitaba demostrar que las obras de tendencia avanzada se ejecutan con facilidad” (Wechsler, 1998, p. 127). Como queda dicho, los dardos de la parodia tienen aquí un doble propósito, asumir el humorismo propio de las prácticas vanguardistas, pero redireccionando su carga disruptiva para poner al desnudo –según la mirada academicista– la facilidad con que se traza este arte nuevo, y así desacreditar las prácticas en pos de un nuevo espacio plástico. En este sentido, el concepto de Francastel referido a la “destrucción de un espacio plástico” toma en este caso una doble vía. Para las rémoras del naturalismo y el regionalismo pintoresquista (López Anaya, 1997, p. 128) implica desacreditar de raíz los desembarcos de una modernidad cosmopolita que se percibe como desestabilizadora de una pintura todavía apegada a modelos miméticos y géneros pictóricos tradicionales; para la vanguardia “martinfierrista”, en cambio, supone la creación de nuevos lenguajes para el arte y la literatura locales que,  al punto de discutir con el pasado que se percibe obsoleto, dialoga con los ensayos del cubismo y el futurismo europeos para aggiornarlos al ambiente porteño.

Según refiere Diana Wechsler, el “tópico del buen humor” será parte constitutiva de la avanzada reaccionaria, ya que no sólo se manifiesta en las obras expuestas, sino que además matiza los comentarios de la prensa gráfica. Parodia y anonimato, entonces, constituyen los ingredientes de esa “voluntad conspirativa de carácter reaccionario” (1998, p. 127) que motivó a los pintores de la Academia a denostar los desembarcos de la vanguardia en Buenos Aires. Las respuestas desde los escaños de la avanzada modernista no se hicieron esperar. Tanto desde el cenáculo nucleado alrededor del periódico “Martín Fierro” como a partir de iniciativas personales de la crítica independiente, se alzaron voces de rechazo y condena a las caricaturas y esperpentos montados como réplicas de la poética nueva. Al respecto, ya Xul Solar anticipaba estos equívocos por venir y vislumbraba la ausencia de una gramática en reconocimiento. En el número de septiembre/octubre de 1924 de Martín Fierro anota respecto de los cuadros de Pettoruti: “Obras de esta clase que son ya número, serán quizás abominadas por nuestros públicos, cuando por aquí se expongan, tachadas de ‘incomprensibles’ o de ‘desequilibradas’” (1995, p. 73). De todas formas, será la voz admonitoria del crítico Atalaya la que apostrofe más vivamente los esfuerzos marketineros del humorismo academizante, cuando desde las páginas de La protesta publique su reseña titulada “Diorama artístico. Momias de trance en ultrafuturismo.” El texto apareció en el número de noviembre-diciembre 1924 del Suplemento semanal. La misma iba acompañada por una nota al pie de Carlos Giambiagi que decía: “A propósito de una exposición ‘futurista’ realizada como burla después de la primera muestra en nuestro país de Pettoruti. Los realizadores de esta vergonzosa hazaña fueron artistas allegados a la Academia de B. A.” (2004, p. 82). La prosa de Giambiagi aparece contenida frente a los arrebatos entre irónicos e indignados de Atalaya; escuchémoslo: “contemplar en lo de Van Riel los innumerables mamarrachos, amasados trabajosamente y sudando a mares por la flor y nata de los ‘jóvenes maestros’… en el arte rampante de la adulonería” (2004, p. 83). Un poco más adelante, agrega: “las momias galvanizadas por envidia y por rencor surgiendo de las subterráneas criptas para vestir el traje cascabelero de los bufones viles y serviles a fin de disfrazar la vejez milenaria de sus espíritus” (2004, p. 83). Esto para lo que atañe a las gramáticas situadas en producción; respecto del público y de cómo se sucedieron las reacciones expectatoriales en reconocimiento, nos cuenta:

 

“Y el público se reía, se reía con riza forzada, como haciendo cumplidos, desconcertado bajo esa lluvia de sal gruesa de cocina y ese derroche de ingenio gastronómico […] temiendo de no parecer inteligente y de no haber entendido el humorismo seboso de los expositores. Y sonreían con regocijo interior y disimulado los ‘maestros consagrados’ y fosilizados, ellos, los criminales natos, ellos, los asesinos de toda emoción plástica […] como si aplaudieran la adulonería de sus hijos espirituales, verdaderos abortos del arte” (2004, p. 83).

 

El propio Pettoruti anota, cuando en Un pintor ante el espejo repasa sus recuerdos sobre la muestra en Witcomb, la acalorada defensa que implicó la reseña de Atalaya: “Recuerdo la indignación de Atalaya, su cuerpo menudo y débil agitado por la ira” (1968, p. 199). En esa misma dirección, su pluma trae a la memoria las palabras premonitorias que el presidente Marcelo T. de Alvear le dijo el día de inauguración: “¡Plazca al Cielo –me deseó– que no necesite usted esta tarde de los servicios de la Asistencia Pública!” (1968, p. 186).

Si bien muchas de las anécdotas recogidas por la escritura de Pettoruti en sus memorias riman con el espíritu entre grotesco y humorístico que luego asumirá la parodia ultrafuturista, a un mismo tiempo parece querer encarnar, nada ingenuamente, el tipo de respuestas en recepción que conoció de los públicos de la vanguardia europea, capitalizando el escándalo como propio de un arte reconocidamente moderno que acicatea al “burgués” y pone en jaque a las estructuras de lo perimido. Así, por ejemplo, nos presenta a los bandos en disputa en su exposición inaugural: “Una cuba de sardinas gritonas puestas de pie, si se me permite la comparación, y yo en el centro, sofocado” (1968, p. 187); “los ‘martinfierristas’ se batieron por mi causa, que era la suya, como verdaderos leones” (1968, p. 187). Quizá como entremés que prepare al lector para la debacle final, de los pormenores de lo ocurrido en Witcomb pasa a narrarnos los sucesos que posicionaron su pintura en el centro de la escena a partir de los pastiches satíricos mostrados en Van Riel:

 

“Al finalizar noviembre, la prensa bonaerense anunciaba la inminente presentación de una exposición ‘ultra-futurista’. Para el acto inaugural: la conferencia de un señor Equis, titulada ‘Una nueva metafísica del arte’. El objeto de la manifestación, se leía en las crónicas, era desbaratar la seriedad presuntuosa por mí asumida al presentar mi obra en la ciudad como arte, además de tomar un poquito el pelo ‘a esos señores de la abstracción marinettista’” (1968, p. 197).

 

Y de la previa a la exposición, de los aprontes de esa escena enunciativa, se mete de lleno en el interior los salones para reponer verbalmente lo que ocurría allí: “es sencillamente imposible describir lo que era aquello, pues quedo corto si tildo de mamarracho lo expuesto, porque era la estupidez, el cretinismo elevado al cubo, sin una chispa de humor, sin atisbo alguno de ingenio; incrustadas en la mala pintura, basuras de todo orden, puchos de cigarrillos y otras porquerías. […] Ninguna de esas pobrezas tenía firma” (1968, p. 198). Respecto de la anonimia de las obras, Atalaya se despacha muy expresivamente: “a fuer de chapuceros y chambones, demostraron una cobardía ilimitada” (2004, p. 83).

Sumadas a las aproximaciones de la crítica y las semblanzas del pintor, las reconstrucciones de la historia del arte nacional recuperan este entorno discursivo cargado de expectativas, burlas y deslices caricaturescos que rodearon tanto a la muestra “oficial” en Witcomb como a la versión paródica en Van Riel. Córdova Iturburu, por ejemplo, en La pintura argentina del siglo XX no duda en tildar a la primera exposición “como el Hernani de la revolución vanguardista argentina de 1924” (1958, p. 69), dotando al evento de un estatus de quiebre en las periodizaciones establecidas, un mojón que instituye esa fecha como el nacer de lo nuevo. En esto, Wechsler también es de la partida; dice explícitamente: “El año ’24 representa un momento inaugural dentro de la disputa por el poder simbólico en nuestro campo artístico ya que se incorporan nuevos modos de acción ligados a las estrategias de la vanguardia” (Wechsler, 1998, p. 120). Dichas acciones, precisamente, son las que se propone desactivar la reacción académica mediante el recurso de las hipertextualidades disolventes; buscan redireccionar, por efecto de la parodia, las energías contenidas en el nuevo espacio plástico. Así, la planimetría, la tendencia a la abstracción, el impulso cinético, el abandono del mimetismo naturalista y cierto pintoresquismo de las impresiones y las pinceladas pasarán a ser mostrados hiperbólicamente como mamarracho, factura fácil, carencia de composición, capricho cromático, etc. Ese canto paralelo de la oda –“ôda es el canto; para ‘a lo largo de’, ‘al lado’; parôdein, de ahí parôdia, sería el hecho de cantar de lado, cantar en falsete, o con otra voz, en contracanto” (Genette, 1989, p. 20)– ofrece sus composiciones en falsete para montar, merced a estrategias contrapublicitarias, la efigie equívoca de un arte “chambón”, arte que va tras el efecto mediático, momentáneo, de un instante de repercusión pública.

Córdova Iturburu intenta narrativizar ese momento como si su escritura tomara una cámara de video y nos devolviese las escenas de un documental filmado en tiempo presente. Respecto de la muestra en Witcomb, recuerda:

 

“La ciudad, indiferente todavía a las cuestiones artísticas, no pudo dejar de enterarse que un extravagante realizaba en la calle Florida una exposición de cuadros disparatados que unos llamaban futuristas y otros cubistas. Críticos improvisados y no pocos, incluso, profesionales, humoristas de oportunidad, caricaturistas de cuestionable ingenio y otras expresiones de la chatura, la torpeza y la vulgaridad incomprensivas e ignaras, se arrojaron sobre el artista, sin misericordia, para intentar aplastarlo con las deplorables expresiones de una entristecedora inconciencia. (1958, p. 70).

 

Y acto seguido contextualiza el evento de “Ultrafuturismo" casi como una consecuencia lógica de los antecedentes recién mencionados: “Un grupo de artistas llevó la befa más lejos todavía. Organizó en las salas de Van Riel un titulado Salón de Humoristas en que la pintura de Pettoruti se parodiaba a través de torpes adefesios” (1958, p. 70).

Un par de décadas después, la Historia del arte argentino de López Anaya destaca la polarización en el campo del arte que implicó la muestra inaugural de Pettoruti en Witcomb. Además subraya las recepciones en clave humorística –al menos aquellas que recurren a adjetivaciones lindantes con la humorada, la broma, la befa– debidas a la crítica de arte, copiando el ejemplo de una reseña de Estarico en el periódico Crítica: “la noticia de que un futurista exponía sus cuadros en la calle Florida recorrió como un estremecimiento eléctrico los nervios de la ciudad. […] Todo el mundo concurrió a la extravagante exposición con el firme y edificante propósito de reír a mandíbula batiente y protestar a grito pelado” (1997, p. 127-128). Por lo que vemos, meses antes del Salón de Humoristas ya se venía aprontando la escena enunciativa para que la “rapsodia invertida” del ultrafuturismo plantara con éxito sus modelos paródicos, actualizando para la plástica local aquello que Genette señalara a propósito de la épica burlesca: “por medio de modificaciones verbales conduce el espíritu hacia los objetos cómicos” (1989, p. 24).

En ese choque frontal entre dos espacios plásticos contrapuestos, entre la caja cúbica del modelo mimético representacional y la ruptura del “cubo mágico” merced a la introducción en la tela “de una cuarta dimensión” (Francastel, 1984, 197), la resultante de semejante alquimia pictórica será la de una estética a medio camino que acentúa los componentes planos, geometrizantes, abstractos, en pos de un hipotético facilismo que signaría a las producciones de vanguardia, remisas a cualquier tratamiento figurativo de los referentes. A esta asunción estilística del espacio en la pintura de Pettoruti bien podríamos ubicarla en el momento en que comienza a asomar una nueva narrativa histórica según el paradigma greenbergiano. Si para la renovación pictórica europea Greenberg recupera la obra de Manet y Danto las de Van Gogh y Gauguin como hitos que amojonan los saltos en la periodización entre la narrativa mimética y la modernidad, entonces cabría pensar la posibilidad de una operatoria similar para el caso de las obras de Pettoruti, de Curatela Manes y de Xul Solar como los artistas a partir de los cuales emerge un nuevo momento en la periodización de las artes visuales argentinas. Esa “militancia moderna” a la que alude Wechsler, en tanto promotora de un arte “que lucha por instalar nuevos códigos estéticos” (1998, p. 120) conecta conceptualmente con los repliegues metadiscursivos de la autocrítica moderna. Es interesante ver cómo el uso de los métodos específicos de una disciplina para criticar esta misma disciplina […] para afianzarla más sólidamente en su área de competencia” (2006, p. 111). Este criticismo ocurre al interior de las obras expuestas en Witcomb. En cambio, en las versiones del pastiche futurista de Van Riel, si bien hay crítica, ésta es externa a su propio hacer; tan sólo señala satíricamente a una práctica estilística y a una concepción del espacio plástico a la que suponen regresiva o falta de trabajo artístico. Aquí parecen pertinentes estas palabras de Greenberg: “La autocrítica moderna se desarrolla a partir de la crítica ilustradas, pero no son lo mismo. La ilustración criticaba desde el exterior, […] lo moderno, en cambio, critica desde el interior, empleando los métodos propios de lo que está siendo criticado” (2006, p. 111). La parodia del arte vanguardista de los pintores de la Academia de Buenos Aires, para hacer sus cantos paralelos deben primero hacer suyos los métodos ajenos y, luego, acentuar sus rasgos constitutivos para marcarlos como caricatura. En ningún momento ensayan el modelo modernista de usar los métodos académicos para criticar el propio academismo de sus telas. Cuando desocultan la ilusión pictórica, lo hacen para devolver un mamarracho que inactive los avances transgresores del modernismo incipiente, para proteger los capitales simbólicos del propio campo en el que juegan su arte. La premisa greenbergiana por la cual “el arte moderno utiliza el arte para llamar la atención sobre el arte” y no como hacía el naturalismo que “encubría el medio y usaba el arte para ocultar el arte” (2006, p. 112) tiene otra manifestación equívoca en el pastiche ultrafuturista. Lo que develan, acentuado, y dejan en primer plano marcado como arte es tan sólo el boceto caricaturesco de una estilística ajena. Cuando regresan a sus telas, en la penumbra de sus talleres de artista, asoma nuevamente el ilusionismo figurativo que encubre el medio que usan como herramienta y continúan con la prolija y denodada tarea de “utilizar el arte para ocultar el arte”, como bien dice Clement Greenberg (2006, p. 112).

Índice de otro anacronismo, el Salón de Humoristas se apropia de los estilemas de la pintura cubo-futurista y los devuelve en tanto representación. Las versiones paródicas mostradas en Van Riel ofrecen a la expectación unos modelos imitados, de cuyas peculiaridades de estilo se nos da una nueva representación, la figuración de un original vanguardista. En esto, la idea de Danto de que “la historia de la pintura podría ser entendida en términos del desarrollo interno de la adecuación representacional”, la narrativa vasariana articulada a partir de la mejora progresiva de “la representación de las apariencias visuales” aplicaría toda su fuerza mimética a plasmar en el cuadro el espacio plástico de un período posterior, aquel que Danto identifica con el modernismo entre 1880 y 1965. Tamaño desajuste en la línea histórica del arte no hace más que remarcar el gesto anacrónico que significó, para un grupo de pintores anclados en el pasado, practicar la parodia cubo-futurista como campaña contrapublicitaria de una incipiente vanguardia local.

 

Bibliografía

Atalaya (2004). Actuar desde el arte. Buenos Aires: Fundación Espigas.

Córdova Iturburu, C. (1958). La pintura argentina del siglo XX. Buenos Aires: Atlántida.

Danto, A. (1999). “El modernismo y la crítica del arte puro, la visión histórica de Clement Greenberg”, en Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el linde de la historia. Barcelona: Paidós.

Francastel, P. (1984). Sociología del arte. Buenos Aires: Emecé.

Genette, G. (1989). Palimpsestos. Madrid: Taurus.

Greenberg, C. (2006). La pintura moderna y otros ensayos. Madrid: Siruela.

López Anaya, J. (1997). Historia del arte argentino. Buenos Aires: Emecé.

Pettoruti, E. (1968). Un pintor ante el espejo. Buenos Aires: Solar/Hachette.


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