Los distintos eventos que se sucedieron durante el convulsionado año 1924
en el campo de las artes visuales porteñas colaboraron en la elaboración de una
nueva poética, la cual, vista en retrospectiva, permite situar allí un mojón
temporal que funcione al modo de brecha –un antes y un después para la plástica
nacional– y, además, entrever la identificación de un momento de fundación (Verón,
1987) en el cual la muestra de Pettoruti en Witcomb constituye una de las
tres o cuatro manifestaciones de la emergencia de una pintura vanguardista en
nuestro país. Sumadas a ella, las muestras de Curatela Manes y Xul Solar, la
publicación del periódico Martín Fierro y la inauguración de Amigos del
Arte, todas conforman la nueva plataforma del arte moderno, al tiempo que
sitúan estos eventos como una lucha por validar un nuevo “espacio plástico”,
entendido en términos de Francastel (1984). Al respecto, la resistencia llevada
a cabo por los sectores más conservadores tomó, en esa oportunidad, la forma de
una exposición en clave paródica. Mediante el pastiche satírico de las obras
cubo-futuristas y de una estrategia publicitaria que adopta el recurso del
humorismo batallador, las rémoras del impresionismo y del academicismo pictórico
montan su campaña de desprestigio como una forma de resistencia del arte
antiguo frente a la incipiente modernidad en las artes. Las páginas que siguen
intentarán dar cuenta –a partir de una serie de críticas y reseñas de época– de
esta puja por el control del campo del arte y por la consiguiente legitimación
de un novedoso hacer para la pintura, encarnada en este caso mediante dos
operaciones discursivas propias de la vanguardia, pero que aparecen operando
aquí en tanto estrategias enunciativas de una resistencia académica.
La mañana del 27 de
noviembre de 1924 “la ciudad de Buenos Aires amanecía extrañada en la calle
Florida” (Wechsler, 1998, p. 127). Ese día la galería Van Riel
presentaba al público una muestra rimbombante, promocionada días atrás en la
prensa local, que prometía capitalizar los escándalos ya mediatizados por la
expo de Pettoruti en Witcomb. Pensaron, para tal fin, en un nombre con
resonancias propias: “Primer Salón Nacional de Arte ultra-futurista”. Y
utilizaron las páginas de la revista Atlántida para convocar a un
público masivo a “una experiencia artística diferente” (1998, p. 127). Una
ilustración de Jorge Larco en la portada del semanario anticipaba el espíritu
de la propuesta. Además de algunas reproducciones de lo que se vería expuesto,
una bajada sindicaba a la muestra como auspiciada por la “Asociación Argentina
‘Pro buen humor’: La Chacota”. Ya desde estos pocos indicios se dejaba entrever
el cariz paródico, en clave satírica, propiciado por la exposición. En un
artículo publicado a la semana siguiente, en el mismo medio, decían: “La
exposición ‘ultra-futurista’ que se realiza en el salón Van Riel, tiene
un doble carácter pues a la vez que serio es bromista, es decir que algunos de
los concurrentes han entendido que era una simple exposición humorista y otros,
los menos, que se necesitaba demostrar que las obras de tendencia avanzada se
ejecutan con facilidad” (Wechsler, 1998, p. 127). Como queda dicho, los dardos
de la parodia tienen aquí un doble propósito, asumir el humorismo propio de las
prácticas vanguardistas, pero redireccionando su carga disruptiva para poner al
desnudo –según la mirada academicista– la facilidad con que se traza este arte
nuevo, y así desacreditar las prácticas en pos de un nuevo espacio plástico. En
este sentido, el concepto de Francastel
referido a la “destrucción de un espacio plástico” toma en este caso una doble
vía. Para las rémoras del naturalismo y el regionalismo pintoresquista (López
Anaya, 1997, p. 128) implica desacreditar de raíz los desembarcos de una
modernidad cosmopolita que se percibe como desestabilizadora de una pintura
todavía apegada a modelos miméticos y géneros pictóricos tradicionales; para la
vanguardia “martinfierrista”, en cambio, supone la creación de nuevos lenguajes
para el arte y la literatura locales que, al punto de discutir con el pasado que se
percibe obsoleto, dialoga con los ensayos del cubismo y el futurismo europeos
para aggiornarlos al ambiente porteño.
Según refiere Diana Wechsler,
el “tópico del buen humor” será parte constitutiva de la avanzada reaccionaria,
ya que no sólo se manifiesta en las obras expuestas, sino que además matiza los
comentarios de la prensa gráfica. Parodia y anonimato, entonces, constituyen
los ingredientes de esa “voluntad conspirativa de carácter reaccionario” (1998,
p. 127) que motivó a los pintores de la Academia a denostar los desembarcos de
la vanguardia en Buenos Aires. Las respuestas desde los escaños de la avanzada
modernista no se hicieron esperar. Tanto desde el cenáculo nucleado alrededor
del periódico “Martín Fierro” como a partir de iniciativas personales de la
crítica independiente, se alzaron voces de rechazo y condena a las caricaturas
y esperpentos montados como réplicas de la poética nueva. Al respecto, ya Xul
Solar anticipaba estos equívocos por venir y vislumbraba la ausencia de una
gramática en reconocimiento. En el número de septiembre/octubre de 1924 de Martín
Fierro anota respecto de los cuadros de Pettoruti: “Obras de esta clase que
son ya número, serán quizás abominadas por nuestros públicos, cuando por aquí
se expongan, tachadas de ‘incomprensibles’ o de ‘desequilibradas’” (1995, p.
73). De todas formas, será la voz admonitoria del crítico Atalaya la que
apostrofe más vivamente los esfuerzos marketineros del humorismo academizante,
cuando desde las páginas de La protesta publique su reseña titulada “Diorama artístico.
Momias de trance en ultrafuturismo.” El texto apareció en el número de
noviembre-diciembre 1924 del Suplemento semanal. La misma iba acompañada
por una nota al pie de Carlos Giambiagi que decía: “A propósito de una
exposición ‘futurista’ realizada como burla después de la primera muestra en
nuestro país de Pettoruti. Los realizadores de esta vergonzosa hazaña fueron
artistas allegados a la Academia de B. A.” (2004, p. 82). La prosa de Giambiagi
aparece contenida frente a los arrebatos entre irónicos e indignados de Atalaya;
escuchémoslo: “contemplar en lo de Van Riel los innumerables mamarrachos,
amasados trabajosamente y sudando a mares por la flor y nata de los ‘jóvenes
maestros’… en el arte rampante de la adulonería” (2004, p. 83). Un poco más
adelante, agrega: “las momias galvanizadas por envidia y por rencor surgiendo
de las subterráneas criptas para vestir el traje cascabelero de los bufones
viles y serviles a fin de disfrazar la vejez milenaria de sus espíritus” (2004,
p. 83). Esto para lo que atañe a las gramáticas situadas en producción;
respecto del público y de cómo se sucedieron las reacciones expectatoriales en
reconocimiento, nos cuenta:
“Y el público se reía, se reía con riza forzada, como
haciendo cumplidos, desconcertado bajo esa lluvia de sal gruesa de cocina y ese
derroche de ingenio gastronómico […] temiendo de no parecer inteligente y de no
haber entendido el humorismo seboso de los expositores. Y sonreían con regocijo
interior y disimulado los ‘maestros consagrados’ y fosilizados, ellos, los
criminales natos, ellos, los asesinos de toda emoción plástica […] como si
aplaudieran la adulonería de sus hijos espirituales, verdaderos abortos del
arte” (2004, p. 83).
El propio Pettoruti anota, cuando en Un pintor ante el espejo repasa
sus recuerdos sobre la muestra en Witcomb, la acalorada defensa que implicó la reseña
de Atalaya: “Recuerdo la indignación de Atalaya, su cuerpo menudo y débil
agitado por la ira” (1968, p. 199). En esa misma dirección, su pluma trae a la
memoria las palabras premonitorias que el presidente Marcelo T. de Alvear le
dijo el día de inauguración: “¡Plazca al Cielo –me deseó– que no necesite usted esta
tarde de los servicios de la Asistencia Pública!” (1968, p. 186).
Si bien muchas de las anécdotas recogidas por la escritura
de Pettoruti en sus memorias riman con el espíritu entre grotesco y humorístico
que luego asumirá la parodia ultrafuturista, a un mismo tiempo parece querer
encarnar, nada ingenuamente, el tipo de respuestas en recepción que conoció de
los públicos de la vanguardia europea, capitalizando el escándalo como propio
de un arte reconocidamente moderno que acicatea al “burgués” y pone en jaque a
las estructuras de lo perimido. Así, por ejemplo, nos presenta a los bandos en
disputa en su exposición inaugural: “Una cuba de sardinas gritonas puestas de
pie, si se me permite la comparación, y yo en el centro, sofocado” (1968, p.
187); “los ‘martinfierristas’ se batieron por mi causa, que era la suya, como
verdaderos leones” (1968, p. 187). Quizá como entremés que prepare al lector
para la debacle final, de los pormenores de lo ocurrido en Witcomb pasa a
narrarnos los sucesos que posicionaron su pintura en el centro de la escena a
partir de los pastiches satíricos mostrados en Van Riel:
“Al finalizar noviembre, la prensa bonaerense anunciaba
la inminente presentación de una exposición ‘ultra-futurista’. Para el acto
inaugural: la conferencia de un señor Equis, titulada ‘Una nueva metafísica del
arte’. El objeto de la manifestación, se leía en las crónicas, era desbaratar
la seriedad presuntuosa por mí asumida al presentar mi obra en la ciudad como
arte, además de tomar un poquito el pelo ‘a esos señores de la abstracción
marinettista’” (1968, p. 197).
Y de la previa a la exposición, de los aprontes de esa escena enunciativa, se
mete de lleno en el interior los salones para reponer verbalmente lo que
ocurría allí: “es sencillamente imposible describir lo que era aquello, pues
quedo corto si tildo de mamarracho lo expuesto, porque era la estupidez, el
cretinismo elevado al cubo, sin una chispa de humor, sin atisbo alguno de
ingenio; incrustadas en la mala pintura, basuras de todo orden, puchos de
cigarrillos y otras porquerías. […] Ninguna de esas pobrezas tenía firma” (1968,
p. 198). Respecto de la anonimia de las obras, Atalaya se despacha muy
expresivamente: “a fuer de chapuceros y chambones, demostraron una cobardía
ilimitada” (2004, p. 83).
Sumadas a las aproximaciones de la crítica y las
semblanzas del pintor, las reconstrucciones de la historia del arte nacional
recuperan este entorno discursivo cargado de expectativas, burlas y deslices
caricaturescos que rodearon tanto a la muestra “oficial” en Witcomb como a la
versión paródica en Van Riel. Córdova Iturburu, por ejemplo, en La pintura
argentina del siglo XX no duda en tildar a la primera exposición “como el
Hernani de la revolución vanguardista argentina de 1924” (1958, p. 69), dotando
al evento de un estatus de quiebre en las periodizaciones establecidas, un
mojón que instituye esa fecha como el nacer de lo nuevo. En esto, Wechsler
también es de la partida; dice explícitamente: “El año ’24 representa un
momento inaugural dentro de la disputa por el poder simbólico en nuestro campo
artístico ya que se incorporan nuevos modos de acción ligados a las estrategias
de la vanguardia” (Wechsler, 1998, p. 120). Dichas acciones, precisamente, son
las que se propone desactivar la reacción académica mediante el recurso de las
hipertextualidades disolventes; buscan redireccionar, por efecto de la parodia,
las energías contenidas en el nuevo espacio plástico. Así, la planimetría, la
tendencia a la abstracción, el impulso cinético, el abandono del mimetismo
naturalista y cierto pintoresquismo de las impresiones y las pinceladas pasarán
a ser mostrados hiperbólicamente como mamarracho, factura fácil, carencia de
composición, capricho cromático, etc. Ese canto paralelo de la oda –“ôda es el canto; para ‘a lo largo de’, ‘al lado’; parôdein, de ahí parôdia, sería el hecho de cantar de lado, cantar en falsete, o
con otra voz, en contracanto” (Genette, 1989, p. 20)– ofrece sus composiciones
en falsete para montar, merced a estrategias contrapublicitarias, la efigie
equívoca de un arte “chambón”, arte que va tras el efecto mediático,
momentáneo, de un instante de repercusión pública.
Córdova Iturburu intenta narrativizar ese momento como si
su escritura tomara una cámara de video y nos devolviese las escenas de un
documental filmado en tiempo presente. Respecto de la muestra en Witcomb,
recuerda:
“La ciudad, indiferente todavía a las cuestiones
artísticas, no pudo dejar de enterarse que un extravagante realizaba en la
calle Florida una exposición de cuadros disparatados que unos llamaban
futuristas y otros cubistas. Críticos improvisados y no pocos, incluso,
profesionales, humoristas de oportunidad, caricaturistas de cuestionable
ingenio y otras expresiones de la chatura, la torpeza y la vulgaridad
incomprensivas e ignaras, se arrojaron sobre el artista, sin misericordia, para
intentar aplastarlo con las deplorables expresiones de una entristecedora
inconciencia. (1958, p. 70).
Y acto seguido contextualiza el evento de “Ultrafuturismo" casi como
una consecuencia lógica de los antecedentes recién mencionados: “Un grupo de
artistas llevó la befa más lejos todavía. Organizó en las salas de Van Riel un
titulado Salón de Humoristas en que la pintura de Pettoruti se parodiaba
a través de torpes adefesios” (1958, p. 70).
Un par de décadas después, la Historia del arte
argentino de López Anaya destaca la polarización en el campo del arte que implicó
la muestra inaugural de Pettoruti en Witcomb. Además subraya las
recepciones en clave humorística –al menos aquellas que recurren a
adjetivaciones lindantes con la humorada, la broma, la befa– debidas a la
crítica de arte, copiando el ejemplo de una reseña de Estarico en el periódico Crítica:
“la noticia de que un futurista exponía sus cuadros en la calle Florida
recorrió como un estremecimiento eléctrico los nervios de la ciudad. […] Todo
el mundo concurrió a la extravagante exposición con el firme y edificante
propósito de reír a mandíbula batiente y protestar a grito pelado” (1997, p.
127-128). Por lo que vemos, meses antes del Salón de Humoristas ya se venía
aprontando la escena enunciativa para que la “rapsodia invertida” del
ultrafuturismo plantara con éxito sus modelos paródicos, actualizando para la
plástica local aquello que Genette señalara a propósito de la épica burlesca: “por
medio de modificaciones verbales conduce el espíritu hacia los objetos cómicos”
(1989, p. 24).
En ese choque frontal
entre dos espacios plásticos contrapuestos, entre la caja cúbica del modelo
mimético representacional y la ruptura del “cubo mágico” merced a la
introducción en la tela “de una cuarta dimensión” (Francastel, 1984, 197), la
resultante de semejante alquimia pictórica será la de una estética a medio
camino que acentúa los componentes planos, geometrizantes, abstractos, en pos
de un hipotético facilismo que signaría a las producciones de vanguardia,
remisas a cualquier tratamiento figurativo de los referentes. A esta
asunción estilística del espacio en la pintura de Pettoruti bien podríamos
ubicarla en el momento en que comienza a asomar una nueva narrativa histórica
según el paradigma greenbergiano. Si para la renovación pictórica europea Greenberg
recupera la obra de Manet y Danto las de Van Gogh y Gauguin como hitos que
amojonan los saltos en la periodización entre la narrativa mimética y la
modernidad, entonces cabría pensar la posibilidad de una operatoria similar
para el caso de las obras de Pettoruti, de Curatela Manes y de Xul Solar como
los artistas a partir de los cuales emerge un nuevo momento en la periodización
de las artes visuales argentinas. Esa “militancia moderna” a la que alude
Wechsler, en tanto promotora de un arte “que lucha por instalar nuevos códigos
estéticos” (1998, p. 120) conecta conceptualmente con los repliegues
metadiscursivos de la autocrítica moderna. Es interesante ver cómo el uso de
los métodos específicos de una disciplina para criticar esta misma disciplina
[…] para afianzarla más sólidamente en su área de competencia” (2006, p. 111).
Este criticismo ocurre al interior de las obras expuestas en Witcomb. En
cambio, en las versiones del pastiche futurista de Van Riel, si bien hay
crítica, ésta es externa a su propio hacer; tan sólo señala satíricamente a una
práctica estilística y a una concepción del espacio plástico a la que suponen
regresiva o falta de trabajo artístico. Aquí parecen pertinentes estas palabras
de Greenberg: “La autocrítica moderna se desarrolla a partir de la crítica
ilustradas, pero no son lo mismo. La ilustración criticaba desde el exterior,
[…] lo moderno, en cambio, critica desde el interior, empleando los métodos
propios de lo que está siendo criticado” (2006, p. 111). La parodia del arte
vanguardista de los pintores de la Academia de Buenos Aires, para hacer sus
cantos paralelos deben primero hacer suyos los métodos ajenos y, luego,
acentuar sus rasgos constitutivos para marcarlos como caricatura. En ningún
momento ensayan el modelo modernista de usar los métodos académicos para
criticar el propio academismo de sus telas. Cuando desocultan la ilusión
pictórica, lo hacen para devolver un mamarracho que inactive los avances
transgresores del modernismo incipiente, para proteger los capitales simbólicos
del propio campo en el que juegan su arte. La premisa greenbergiana por la cual
“el arte moderno utiliza el arte para llamar la atención sobre el arte” y no
como hacía el naturalismo que “encubría el medio y usaba el arte para ocultar
el arte” (2006, p. 112) tiene otra manifestación equívoca en el pastiche
ultrafuturista. Lo que develan, acentuado, y dejan en primer plano marcado como
arte es tan sólo el boceto caricaturesco de una estilística ajena. Cuando
regresan a sus telas, en la penumbra de sus talleres de artista, asoma
nuevamente el ilusionismo figurativo que encubre el medio que usan como
herramienta y continúan con la prolija y denodada tarea de “utilizar el arte
para ocultar el arte”, como bien dice Clement Greenberg (2006, p. 112).
Índice de otro anacronismo, el Salón de Humoristas
se apropia de los estilemas de la pintura cubo-futurista y los devuelve en
tanto representación. Las versiones paródicas mostradas en Van Riel ofrecen a
la expectación unos modelos imitados, de cuyas peculiaridades de estilo se nos
da una nueva representación, la figuración de un original vanguardista. En esto,
la idea de Danto de que “la historia de la pintura podría ser entendida en
términos del desarrollo interno de la adecuación representacional”, la
narrativa vasariana articulada a partir de la mejora progresiva de “la
representación de las apariencias visuales” aplicaría toda su fuerza mimética a
plasmar en el cuadro el espacio plástico de un período posterior, aquel que
Danto identifica con el modernismo entre 1880 y 1965. Tamaño desajuste en la
línea histórica del arte no hace más que remarcar el gesto anacrónico que
significó, para un grupo de pintores anclados en el pasado, practicar la
parodia cubo-futurista como campaña contrapublicitaria de una incipiente
vanguardia local.
Bibliografía
Atalaya (2004). Actuar desde el arte. Buenos
Aires: Fundación Espigas.
Córdova Iturburu, C. (1958). La pintura argentina del
siglo XX. Buenos Aires: Atlántida.
Danto, A. (1999). “El
modernismo y la crítica del arte puro, la visión histórica de Clement
Greenberg”, en Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el
linde de la historia. Barcelona: Paidós.
Francastel, P. (1984). Sociología del arte. Buenos
Aires: Emecé.
Genette, G. (1989). Palimpsestos. Madrid: Taurus.
Greenberg, C. (2006). La pintura moderna y otros
ensayos. Madrid: Siruela.
López Anaya, J. (1997). Historia del arte argentino.
Buenos Aires: Emecé.
Pettoruti, E. (1968). Un pintor ante el espejo.
Buenos Aires: Solar/Hachette.