En la obra de Rembrandt El festín de Baltasar, datada en 1635 y actualmente en la National Gallery de Londres, el gran lienzo de 1.69 x 2.09 pintado al óleo recupera una escena del Antiguo Testamento, más específicamente el capítulo V del Libro de Daniel, en el cual el profeta actúa como descifrador de un mensaje divino inscripto sobre la tela en clave de rebus. Si bien la superficie pictórica aparece cubierta de figuras miméticas claramente representativas, el juego de los significantes plásticos establece un diálogo semiótico con los signos caligráficos que destacan, arriba y a la izquierda, la escena que tematiza el cuadro. Este diálogo entre diferentes materialidades –entre el lenguaje de la pintura y el de la escritura verbal– no solo remite a una nueva asunción del tópico horaciano ut pictura poesis, sino que a partir de antiguas fuentes textuales pone en acto una doble articulación entre discurso e imagen, entre mímesis y escritura, como una apuesta rembrandtiana por los cruces interartísticos y por aquella hermandad de las artes a que se mostró tan afecto el mundo del Barroco.
El tema bíblico adopta sobra la superficie pictórica el siguiente esquema plástico. En medio del cuadro, una magnífica figura real, señalada por la riqueza del atuendo y la centralidad que ocupa en la tela, reacciona súbitamente alejándose ante la aparición fantástica de una escritura misteriosa que pasa a ocupar el espacio inmaterial del salón. Envuelta en una nube y enmarcada por rayos de luz, una mano tipográfica, casi divina, inscribe el texto en el soporte y, ante aquella aparición sobrenatural, los personajes de la diégesis reaccionan mediante manifestaciones corporales de sorpresa o miedo. Los tonos apagados, una paleta cromática dominada por los marrones, rojos y negros, de pronto parecen quebrarse en sectores de luz y el espacio entenebrecido del banquete queda parcialmente bañado –facetado, podría decirse– por haces de una luminosidad extraterrena que subraya el sector de las escrituras y las reacciones temerosas, sobrecargadas de pathos, de los asistentes al festín. Estos lectores ocasionales, frente al capricho inaudito del cartel luminosos que ese instala en el muro, parecen leer en esos signos sin código aparente la cifra macabra de una perdición inminente.
Parte de la clave hermenéutica nos la da, en este caso, el antiguo hipotexto sobre el cual se monta la ficción pictórica. Allí podemos leer las líneas de acción de la diégesis y ver cómo la trama narrativa del texto de origen (el Libro de Daniel) se trueca en un conjunto de cinco figuras pintadas, inmovilizadas por la sorpresa, en el momento pregnante que Rembrandt elige para reescribir con sus pinceles el fragmento bíblico. Baltasar, rey de Babilonia, invita a un festín a su séquito de cortesanos mientras la ciudad capital está siendo sitiada por las tropas de Darío el Medo, rey apócrifo bajo el cual se encubre la figura histórica de Ciro II. Insensibles al contexto, el selecto grupo aprovecha la intimidad del palacio para escanciar el vino en los vasos de oro y plata saqueados al Templo de Jerusalén. Este hecho impío parece suscitar la cólera de Dios y el castigo se hace presente en la sala mediatizado por la escritura. El mensaje en clave, trazado con luminosos caracteres hebreos, solo podrá ser descifrado por Daniel, un exiliado judío al que la tradición atribuye el corpus de escritos proféticos. Lector competente y conocedor de las inscripciones desplazadas en clave de rebus, Daniel va reponiendo el texto jeroglífico –mene, tekel, ufarsin– a partir de sus diferentes componentes oracionales. Mene (una mina), tekel (un siclo), ufarsin (dos medias minas); de estos elementos dispersos, el juego de rebus dará como resultado el siguiente sintagma al que arriba el profeta, producto de su saber adivinatorio: “mene, ha contado Dios tu reino y le ha puesto fin; tekel, has sido pesado en la balanza y hallado falto de peso; ufarsin, ha sido roto tu reino, y dado a los medos y persas”.
Esta complejidad hermenéutica que propone la obra de Rembrandt frente a las instancias de expectación implica mucho más que la reescritura en lenguaje visual de un remoto original hecho de palabras. La apuesta por los cruces interartísticos y por lo que sería una novedosa operación semiótica a partir del tópico ut pictura poesis ocurren aquí traccionadas a través de múltiples movimientos de lectura, reescritura e inscripción alfabética espectacular. Como explica Juan Contreras en su Rembrandt, de un primer movimiento de lectura literal, el pintor logra dotar al cuadro de nuevas capas significantes y, al tiempo que lee y reescribe a los Profetas, pinta las escrituras enmarcadas en un halo de luz que le dan centralidad compositiva a las inserciones verbales. De esa suerte de cartel luminoso hacia el cual ahora confluyen todas las miradas, incluso la de los/las virtuales espectadoras/es del Museo, se desprende la clave interpretativa que a modo de cifra encriptada abre el cuadro a un proceso de semiosis infinita. “La mano que escribe el famoso Mene, tekel, upharsín y la de Baltasar, a quien el mensaje está destinado, se encuentran espacialmente muy próximas –nos dice Contreras–, pero, al mismo tiempo, temáticamente muy lejanas. Este contraste confiere dinamismo: la mano que escribe se une al foco de luz, que es la escritura: la de Baltasar, a la inestabilidad propia y a la que cunde entre los asistentes al festín.”
A esta complejidad narrativa de la historia, Rembrandt añade nuevos escollos, en este caso recayendo no tanto sobre los elementos narrativos sino sobre la particular gramática representacional que elige para trasladar la anécdota. Ese modo tan característico del Barroco de articular discurso y mímesis, pintura y escritura, pone en diálogo signos de diferente naturaleza semiótica –variadas materialidades– para que de esa hibridez significante un/a espectador/a atento/a articule en reconocimiento la síntesis final del jeroglífico montado sobre la superficie del cuadro.