El 28 de abril de 1639, el pintor francés Nicolas Poussin escribió desde Roma a su mecenas Fréart de Chantelou, quien se hallaba en París, para ponerlo sobre aviso de que enviaría lo que Chantelou había encargado: «nuestro cuadro del Maná», hoy conocido comúnmente como El maná. Si bien la pintura supone el conocimiento del Éxodo 16, Poussin señala otro texto: una, ahora perdida, «primera carta», en la cual prometía retratar ciertos «movimientos». Impaciente por demostrar que ha cumplido su promesa, escribe:
Creo que fácilmente reconoceréis cuáles son las que languidecen, las que admiran, las que sienten piedad, las que hacen acto de caridad, de gran necesidad, de deseo de sustentarse, de consuelo y otras, pues las siete primeras figuras a mano izquierda os dirán todo lo que aquí está escrito y todo el resto es de la misma calaña: leed la historia y el cuadro, a fin de conocer si cada cosa resulta apropiada al tema.
El cuadro El maná de Poussin cuenta su historia representando lo que parecen ser dos momentos: a la izquierda, la miseria de la familia hambrienta, que incluye a una mujer dando el pecho a su propia madre mientras detiene a su hijo, también ávido; a la derecha, la dicha de varias figuras al descubrir el maná. De acuerdo con Charles Le Brun, quien dio una conferencia sobre esta pintura en la Academia Francesa en 1667, Poussin debía retratar la desesperación del pueblo judío para subrayar lo majestuoso del milagro que lo alivió.
Por su parte, Louis Marin lo analiza de forma literal, textualmente. Las siete figuras en primer plano, a la izquierda, escribe, «son la primera lectura, debido a que se hallan a la izquierda y leemos de izquierda a derecha» (On Reading Pictures), si bien el mismo texto hebreo del Éxodo, por supuesto, se habría leído de derecha a izquierda. Sin embargo, en la lectura de Marin, las siete figuras a la izquierda se expresan a sí mismas —«hablan visualmente» de tal manera que vuelven legibles a las demás figuras. Marin señala que Poussin asoció las veinticuatro letras del alfabeto francés con los rasgos expresivos del cuerpo humano y afirma, además, que «los gestos y los movimientos son como las letras del alfabeto, la figura que los incorpora es como el sustantivo y el verbo de una pasión, y el conjunto completo de figuras es como una narración». Pero todo este conjunto de analogías presupone que el cuerpo habla un lenguaje de signos natural y universalmente inteligible. Sus «gestos», escribe Marin, «serían los significantes y sus significados serían las pasiones del alma que designarían nombres distintivos».