"A la pintura" (1945-1967), de Rafael Alberti, es un ejercicio de écfrasis y es, ante todo, un homenaje a la pintura, primera vocación del poeta, a la que vuelve como otro paraíso perdido para defenderse de la barbarie de la historia y para expresar a través de la palabra poética su afirmación vitalista de las artes. Este artículo estudia el sentido del libro, analiza su estructura y ofrece una visión panorámica de los pintores a los que Alberti dedica poemas-homenaje, profundizando en algunos casos para valorar los distintos usos ecfrásticos.
1917 es clave en la biografía de Rafael. Su padre tiene que liquidar el negocio de vinos y coñacs y toda la familia se traslada a Madrid. El sentimiento de pérdida de lo que El Puerto de Santa María representa se instala en Rafael, que culpabiliza a su padre de esa especie de expulsión del paraíso. Unos años más tarde la nostalgia por el mar cristalizará en Marinero en tierra (1924). Pero en 1917 Alberti aún no sabe que es poeta. Lo recuerda en el primer libro de sus memorias La arboleda perdida: “Pocos adolescentes habrán estado tan convencidos como yo a mis quince años, de que su verdadera vocación eran las artes del dibujo y la pintura” (Alberti, 1998: 113). Cuando en mayo de 1917 Rafael llega a Madrid, gracias a la promesa de terminar sus interrumpidos estudios de bachillerato, le premian con unas pesetas con las que compra una caja de colores al óleo y un caballete para pintar al aire libre. Falsificando sus notas sistemáticamente para mostrárselas a su padre, Rafael jamás llega a cumplir esa promesa y, en vez de ir a las clases, corre al Casón del Buen Retiro para dibujar “academias”, dice, y cuando ya ha copiado en papel y carbonilla todas las escayolas que reproducen las grandes esculturas de la Victoria de Samotracia, del Discóbolo, el Laocoonte o la Venus de Milo, se atreve a cambiar el escenario por el Museo del Prado. Acostumbrado a las malas reproducciones de los grandes pintores vistas en casa de sus abuelos y de su tía Lola, Alberti, fascinado, descubre en el Prado dos cosas fundamentalmente. La primera, el color, y, la segunda, que en la pintura clásica el religioso no era el único tema.
1917 es clave en la biografía de Rafael. Su padre tiene que liquidar el negocio de vinos y coñacs y toda la familia se traslada a Madrid. El sentimiento de pérdida de lo que El Puerto de Santa María representa se instala en Rafael, que culpabiliza a su padre de esa especie de expulsión del paraíso. Unos años más tarde la nostalgia por el mar cristalizará en Marinero en tierra (1924). Pero en 1917 Alberti aún no sabe que es poeta. Lo recuerda en el primer libro de sus memorias La arboleda perdida: “Pocos adolescentes habrán estado tan convencidos como yo a mis quince años, de que su verdadera vocación eran las artes del dibujo y la pintura” (Alberti, 1998: 113). Cuando en mayo de 1917 Rafael llega a Madrid, gracias a la promesa de terminar sus interrumpidos estudios de bachillerato, le premian con unas pesetas con las que compra una caja de colores al óleo y un caballete para pintar al aire libre. Falsificando sus notas sistemáticamente para mostrárselas a su padre, Rafael jamás llega a cumplir esa promesa y, en vez de ir a las clases, corre al Casón del Buen Retiro para dibujar “academias”, dice, y cuando ya ha copiado en papel y carbonilla todas las escayolas que reproducen las grandes esculturas de la Victoria de Samotracia, del Discóbolo, el Laocoonte o la Venus de Milo, se atreve a cambiar el escenario por el Museo del Prado. Acostumbrado a las malas reproducciones de los grandes pintores vistas en casa de sus abuelos y de su tía Lola, Alberti, fascinado, descubre en el Prado dos cosas fundamentalmente. La primera, el color, y, la segunda, que en la pintura clásica el religioso no era el único tema.