Unas de las prosas que integran el Evaristo Carriego (1930) de J. L. Borges está dedicada al género popular de los refranes, frases ocurrentes y lemas que lucían los carros de Buenos Aires; un claro antecedente del arte del fileteado porteño y sus ironías verbales. El tratamiento plástico de las letras -del "significante", dirá la lingüística- es una característica de esta disciplina artística, que pone en primer plano a la dimensión estética de la caligrafía. Del mismo modo en que aparecían en tandem con grabados, ilustraciones o ideogramas en empresas, divisas y emblemas antiguos, aquí singularizan al carro que los luce, identificándolo, destacando algún elemento suyo que lo hacía único. Este texto es una suerte de archivo de aquellas perlas verbales, encapsuladas en estas páginas para el disfrute actual del/la lector/a contemporáneo/a.
Las inscripciones de los carros
J. L. Borges
Importa que mi lector se imagine un carro. No cuesta imaginárselo grande,
las ruedas traseras más altas que las delanteras como con reserva de fuerza, el
carrero criollo fornido como la obra de madera y fierro en que está, los labios
distraídos en un silbido o con avisos paradójicamente suaves a los tironeadotes
caballos: a los tronquemos seguidores y al cadenero en punta (proa insistente
para los que precisan comparación). Cargado o sin cargar es lo mismo, salvo que
volviendo vacío, resulta menos atado a empleo su paso y más entronizado el
pescante, como si la connotación militar que fue de los carros en el imperio
montonero de Atila, permaneciera en él. La calle pisada puede ser Montes de Oca
o Chile o Patricios o Rivera o Valentín Gómez, pero es mejor Las Heras, por lo
heterogéneo de su tráfico. El tardío carro es allí distanciado perpetuamente,
pero esa misma postergación se le hace victoria, como si la ajena celeridad
fuera despavorida urgencia de esclavo, y la propia demora, posesión entera de
tiempo, casi de eternidad. (Esa posesión temporal es el infinito capital
criollo, el único. A la demora la podemos exaltar a inmovilidad: posesión des
espacio.) Persiste el carro, y una inscripción está en su costado. El clasicismo
del suburbio así lo decreta y aunque esa desinteresada yapa expresiva,
sobrepuesta a las visibles expresiones de resistencia, forma, destino, altura,
realidad, confirme la acusación de habladores que los conferenciantes europeos
nos reparten, yo no puedo esconderla, porque es el argumento de esta noticia.
Hace tiempo que soy cazador de esas escrituras: epigrafía de corralón que
supone caminatas y desocupaciones más poéticas que las efectivas piezas
coleccionadas, que en estos italianados días ralean.
No pienso volcar ese colecticio capital de chirolas sobre la mesa, sino
mostrar algunas. El proyecto es de retórica, como se ve. Es consabido que los
que metodizaron esa disciplina, comprendían en ella todos los servicios de la
palabra, hasta los irrisorios o humildes del acertijo, del calembour, del acróstico, del anagrama, del laberinto, del
laberinto cúbico, de la empresa. Si esta última, que es figura simbólica y no
palabra, ha sido admitida, entiendo que la inclusión de la sentencia carrera es
irreprochable. Es una variante indiana del lema, género que nació en los
escudos. Además, conviene asimilar a las otras letras la sentencia de carro,
para que se desengañe el lector y no espere portentos de mi requisa. ¿Cómo
pretenderlos aquí, cuando no los hay o nunca los hay en las premeditadas
antologías de Menéndez y Pelayo o de Palgrave?
Una equivocación es muy llana: la de recibir por genuino lema de carro el
nombre de la casa a que pertenece. El
modelo de la Quinta Bollini, rubro perfecto de la guarangada sin
inspiración, puede ser de los que advertí; La
madre del Norte, carro de Saavedra, lo es. Lindo nombre es este último y le
podemos probar dos explicaciones. Una, la no creíble, es la de ignorar la
metáfora y suponer al Norte parido por ese carro, fluyendo en casas y almacenes
y pinturerías, de su paso inventor. Otra es la que previeron ustedes, la de
atender. Pero nombres como éste, corresponden a otro género literario menos
casero, el de las empresas comerciales: género que abunda en apretadas obras maestras
como la sastrería El coloso de Rodas por
Villa Urquiza y la fábrica de camas La
dormitológica por Belgrano, pero que no es de mi jurisdicción.
La genuina letra de carro no es muy diversa. Es tradicionalmente asertiva
-La flor de la plaza Vértiz, El vencedor-
y suele estar como aburrida de guapa. Así El anzuelo, La balija, El garrote. Me está gustando el último, pero
se me borra al acordarme de este otro lema, de Saavedra también y que declara
viajes dilatados como navegaciones, práctica de los callejones pampeanos y
polvaredas altas: El barco.
Una especia definida del género es la inscripción en los carritos
repartidores. El regateo y la charla cotidiana de la mujer los ha distraído de
la preocupación del coraje, y sus vistosas letras prefieren el alarde servicial
o la galantería. El liberal, Viva quien
me protege, El vasquito del Sur, El picaflor, El lecherito del porvenir, El
buen mozo, Hasta mañana, El record de Talcahuano, Para todos sale el sol, pueden
ser alegres ejemplos. Qué me habrán hecho
tus ojos y Donde cenizas quedan fuego
hubo, son de más individuada pasión. Quien
envidia me tiene desesperado muere, ha de ser una intromisión española. No tengo apuro es criollo clavado. La
displicencia o severidad de la frase breve suele corregirse también, no sólo
por lo risueño del decir, sino por la profusión de las frases. Yo he visto
carrito frutero que, además de su presumible nombre El preferido del barrio, afirmaba en dístico satisfecho
Yo lo digo y lo sostengo
Que a nadie envidia le tengo.
y comentaba la
figura de una pareja de bailarines tangueros sin mucha luz, con la resuelta
indicación Derecho viejo. Esa
charlatanería de la brevedad, ese frenesí sentencioso, me recuerda la dicción
del célebre estadista danés Polonio, de Hamlet,
o la del Polonio natural, Baltazar Gracián.
Vuelvo a las inscripciones clásicas.
La media luna de Morón es lema de un
carro altísimo de barandas ya marineras de fierro, que me fue dado contemplar
una húmeda noche en el centro puntual de nuestro Mercado de Abasto, reinando a
doce patas y cuatro ruedas sobre la fermentación lujosa de olores. La soledad es mote de una carreta que he
visto por el sur de la provincia de Buenos Aires y que manda distancia. Es el
propósito de El barco otra vez, pero
menos oscuro. Qué le importa a la vieja
que la hija me quiera es de omisión imposible, menos por su ausente agudeza
que por su genuino tono de corralón. Es lo que puede observarse también de Tus besos fueron míos, afirmación
derivada de un vals, pero que por estar escrita en un carro se adorna de
insolencia. Qué mira, envidioso tiene
algo de mujerengo y de presumido. Siento
orgullo es muy superior, en dignidad de sol y de alto pescante, a las más
efusivas acriminaciones de Boedo. Aquí
viene Araña es un hermoso anuncio. Pa
la rubia, cuándo lo es más, no sólo por su apócope criollo y por su
anticipada preferencia por la morena, sino por el irónico empleo del adverbio cuándo, que vale aquí por nunca. (A ese renunciado cuándo lo conocí primero en una
intransferible milonga, que deploro no poder estampar en voz baja o mitigar
pudorosamente en latín. Destaco en su lugar esta parecida, criolla de Méjico,
registrada en el libro de Rubén Campos El
folklore y la música mexicana: Dicen
que me han de quitar -las veredas por donde ando; -las veredas quitarán, -pero
la querencia, cuándo. Cuándo, mi vida era
también una salida habitual de los que canchaban, al atajarse el palo tiznado o
el cuchillo del otro.) La rama está
florida es una noticia de alta serenidad y de magia. Casi nada, Me lo hubieras dicho y Quién lo diría, son incorregibles de buenos. Implican drama, están
en la circulación de la realidad. Corresponden a frecuencias de la emoción: son
como del destino, siempre. Son ademanes perdurados por la escritura, son una
afirmación incesante. Su alusividad es la del conversador orillero que no puede
ser directo narrador o razonador y que se complace en discontinuidades, en
generalidades, en fintas: sinuosas como el corte. Pero el honor, pero la
tenebrosa flor de este censo, es la opaca inscripción No llora el perdido, que nos mantuvo escandalosamente intrigados a
Xul Solar y a mí, hechos, sin embargo, a entender los misterios delicados de
Robert Browning, los baladíes de Mallarmé y los meramente cargosos de Góngora. No llora el perdido; le paso ese clavel retinto al lector.
No hay ateísmo literario
fundamental. Yo creía descreer de la literatura, y me he dejado aconsejar por
la tentación de reunir estas partículas de ella. Me absuelven dos razones. Una
es la democrática superstición que postula méritos reservados en cualquier obra
anónima, como si supiéramos entre todos lo que no sabe nadie, como si fuera
nerviosa la inteligencia y cumpliera mejor en las ocasiones en que no la
vigilan. Otra es la facilidad de juzgar lo breve. Nos duele admitir que nuestra
opinión de una línea pueda no ser final. Confiamos nuestra fe a los renglones,
ya que no a los capítulos. Es inevitable en este lugar la mención de Erasmo:
incrédulo y curioseador de proverbios.
Esta página empezará a ponerse
erudita después de muchos días. Ninguna referencia bibliográfica puedo
suministrar, salvo este párrafo casual de un predecesor mío en estos afectos.
Pertenece a los borradores desanimados de verso clásico que se llaman versos
libres ahora.
Lo recuerdo así:
Los carros de costado sentencioso
franqueaban tu mañana
y era en las esquinas tiernos los almacenes
como esperando un ángel.
Me
gustan más las inscripciones de carro, flores corraloneras.