Delas y Filliolet: Lingüística y poética, Hachette, 1981.
(...) Citemos a P. Eluard: “los poemas tienen siempre grandes márgenes blancos, grandes márgenes de silencio en que la memoria ardiente se consume para recrear un delirio sin pasado”. Además, de ninguna manera deducimos una inversión que negará en lo sucesivo eficacia a las formas tradicionales que imponían coacciones orales. Lo que decimos es que a los constituyentes de la función poética descrita en el marco del metro regular y que son el significado y el significante oral, hay que agregar el significante gráfico en sus relaciones con la estructura lingüística.
La descomposición de la alianza consustancial de la música y de la poesía dejó al lenguaje poético en una situación particularmente inestable. Desde entonces, en efecto, se encontró dividido entre dos exigencias contradictorias: o bien el significado estructura el mensaje y después se enriquece con las armonías latentes del significante, o bien el significante se somete a las exigencias propias de la música para organizar luego, bien que mal, el significado. Lo que René Char expresa diciendo que “la música hace poco todavía no se unía verdaderamente a la poesía –o lo contrario- porque una de las dos, desde el primer compás, estaba derrotada y completamente sometida a la otra”. Conflicto irreductible, durante mucho tiempo resuelto en un nivel “superior” en que la solución del problema estaba proporcionada por una definición socio-cultural de la poesía como género literario, región del reino de la retórica, pura y simple emoción.
La mutación mencionada consiste en que el repliegue consciente del poema sobre sí mismo transforma cada uno de los signos y el signo total que él constituye en una especie de ideograma cuyo desciframiento lineal es imposible porque es ineficaz. Lo que explica el divorcio entre un público condicionado por la lectura fonológica y fonética vectorial y la producción poética. Ahora bien, esa escritura ideográfica con que soñaba Leibniz, “de un carácter figurado que hablaría verdaderamente a los ojos”, no fue “inventada”, volvamos a decirlo, a fines del siglo XIX. Sino que se hizo “patente” a partir del momento en que el texto poético, abandonando las presiones de la versificación tradicional, se encontró proyectado en el espacio. Si hemos insistido particularmente en la parte sintáctica sobre diversos modos de esquematización tomados de la práctica lingüística, es porque nos parece esencial poder hacer la comparación entre dos estados, deferentes pero complementarios, del funcionamiento del lenguaje poético. En una poesía sometida a reglas métricas (musicales), la lectura lineal no sólo está aumentada con una dimensión suplementaria, es el reequilibrio siempre inestable del conjunto de la estructura lingüística el que da la significación última; pero el peligro de la simple transcodificación (lenguaje vehicular “traducido” a lenguaje versificado) está siempre presente. En una poesía liberada de las presiones de la métrica y de la versificación normativa, la espacialización visual se hace determinante.
Es pues esencial acordar, en los procedimientos de actualización, un lugar importante a la noción de red gráfica. Una red gráfica existe “cuando las correspondencias en el plano pueden establecerse entre todos los elementos de un mismo componente” (J. Bertin, 1967). En el campo de la poética, el arte, en el sentido más modesto y más prestigioso, consiste en integrar el componente sonoro y el componente semántico en una red gráfica significativa. Esta es indisociable de las reglas del engendramiento sintáctico de las frases a partir del léxico de la lengua. Es lo que expresa el poeta René Char, traducido a un lenguaje propicio para el análisis científico: “Disponer en terrazas sucesivas valores poéticos sostenibles en relaciones premeditadas con la pirámide del Canto en el instante de revelarse, para obtener ese absoluto inextinguible, ese ramo de primer sol: el fuego no-visto, indescomponible”.
Esta adición de un componente gráfico no sólo hace posible la constitución de un modelo del funcionamiento globalizante de la poesía a la que Jean Follain llama con acierto la poesía de concentración y que, según él, “se compone según reglas y plástica que le permiten existir”, sino que también autoriza a ver la poesía metrificada. Ya que finalmente es el modo de percepción estética a un funcionamiento espacializado del lenguaje poético conduce efectivamente a leer de otra manera -con una dimensión suplementaria-, la poesía anterior. No se lee más a Villon de la misma manera cuando se ha leído a R: Char. Poco importa para nosotros que se trate de errores “históricos” puesto que son hechos poéticos activos. Es evidente que, en esas condiciones, hay que agregar a la definición estética del objeto poético un elemento importante, lo llamaremos la espacialización.